miércoles, 8 de marzo de 2017

FOBIAS



A mis padres les debo la fobia atroz a las cartas certificadas. En su caso, creo que se debe al hecho de haber vivido la época franquista. En el mío, creo que es un comportamiento aprendido en el seno familiar desde mi más tierna infancia.

Ayer recibí una notificación de Correos para que acudiese a recorrer correo certificado y desde entonces me cambió hasta el carácter: ¿Qué será? ¿Vendrán a meterme preso? ¿Habré dejado de pagar alguna factura sin darme cuenta? Lo dudo…si yo tengo todos los pagos domiciliados. ¿Debería haber pagado la luz por adelantado, quizás? ¿Habré cometido algún delito en un estado de enajenación mental y vienen a pedirme cuentas ahora? ¿Tendré que decirle al juez que no me consta haber infringido ley alguna, como la hermana del rey? ¿Deberé un millón de euros y no estaré al tanto?

Aunque lo cuente en clave de humor ahora, a toro pasado, cuando la empleada de Correos me pidió el DNI y fue a buscar mi carta, yo tenía palpitaciones. 

-¿Señora, tiene usted idea de qué se trata la carta?

La empleada de correos me miró por encima de las gafas que llevaba en la punta de la nariz y me respondió:

-Caballero, no la he abierto. Desconozco el contenido.

Mi cuerpo empezó a defenderse del comentario de amenaza de peligro sutil.

Sequedad en la boca… temblor en las manos…dilatación de pupilas…

Mi mente se transformó en un volcán en erupción:

¿Le pido que me la lea ella que así me da menos miedo, como cuando pedía a los desconocidos que me miraran en el tablón de anuncios si había sacado plaza en el listado de los resultados de oposiciones? Tranquilo, hombre.No es más que un papel. ¿Te das cuenta lo absurdo e irracional que puede llegar a ser el miedo a veces? ¿Me ha mirado raro? Seguro que es una condena a muerte oficial. Seguro que han vuelto a instaurar el garrote vil y yo no me había enterado.

Cuando por fin tuve la carta en mi poder, le eché valor y la abrí a la salida del establecimiento, sin esperar a llegar a casa.

Se trataba de un aviso de la compañía de aguas. Parece ser que me van a cambiar el contador de manera gratuita para que la lectura del mismo sea más precisa. Además me mandan un cordial saludo.

jueves, 23 de febrero de 2017

LA OPINIÓN AJENA


Piense en todas las veces que usted se autocensura y todos los sapos que se traga, en la búsqueda de la palabra menos directa para evitar herir la sensibilidad de su interlocutor, en la opinión exageradamente favorable que brinda a quien quiere alentar a seguir adelante, en los silencios forzados, la sonrisa amable para facilitar el proceso de convivencia en el trabajo, en la tienda de ultramarinos, en el supermercado, en la consulta del médico, en el gimnasio, en el portal del edificio donde vive, incluso al teléfono (es importante sonreír al teléfono, el cliente percibe en el tono de la voz la sonrisa que esboza el que así responde)

¿Hasta qué punto puede la opinión de los demás determinar nuestro comportamiento y nuestras palabras?

No existe ningún ser con piel de cuero que sea inmune a la opinión ajena.

Buscamos la opinión favorable y esquivamos la crítica negativa. El juicio ajeno ejerce de piloto automático en nuestro día a día.  Los modales y las buenas formas acabaron por convertirnos en los reyes de la hipocresía y el “postureo”. Bienvenidos a la cárcel del fariseísmo, la mojigatería, la pamplinería y la lisonja.

Es mejor decir lo contrario de lo que se piensa si su franqueza va a desencadenar un posible conflicto.

Espere un momento, usted no adivina el futuro ni conoce al cien por cien la posible reacción  a su conducta de cualquiera que tenga en frente. Usted se deja guiar por la sospecha en todo momento. A este no le puedo decir esto, con aquel debo actuar con más seguridad, tengo que aparentar calma delante de esta persona, no vaya a ser que descubra que soy un impostor.

Usted se equivoca cambiando de registro asumiendo lo que cada una de las personas que le rodean requiere de usted como actor.

 Usted es un actor sin guión al igual que todo aquel que le rodea y la sociedad no es más que un continuo malentendido.

jueves, 22 de diciembre de 2016

JÓVENES ANCIANOS Y ANCIANOS JÓVENES.


Este año imparto clase a adultos en horario de tarde. No es la primera vez que trabajo con adultos. De hecho, cuando acabé la facultad, mi primera experiencia docente fue una sustitución a una profesora que impartía inglés en la universidad para mayores a un grupo de jubilados que me crearon una visión distorsionada de lo que es la docencia hoy en día.
Mis alumnos de aquel entonces tenían edades comprendidas entre 60 y los 80 años, me llamaban de usted a pesar de que solo tenía 21 años, me invitaban a café en el descanso y no se separaban de mí, expresaban su admiración por mi formación académica y me agradecían constantemente la paciencia que manifestaba con ellos a la hora de repetirles las cosas. Cuando se acabó el programa, alquilaron un local y se pusieron de acuerdo para pagarme unas clases particulares durante el verano con el objeto de no olvidar lo aprendido a lo largo del curso. Por desgracia, la experiencia fue corta, la profesora a la que sustituí se reincorporó y yo me tuve que buscar la vida por otros derroteros.
Este año, los adultos a los que imparto clase son jóvenes de entre 18 y 25 años y aunque las comparaciones son odiosas, a veces son inevitables, sobre todo si eres de un talante observador irreprimible, como me pasa a mí.
Lo primero que me llama la atención es la apatía y la inercia que padecen mis alumnos jóvenes de dieciocho años, que contrasta con la ilusión de mis exalumnos jubilados.  Parece que se han invertido los roles y los rasgos que se asocian tradicionalmente con la juventud resultaron ser los atributos más llamativos de mis exalumnos senior mientras que mis  adultos junior de este año se comportan como viejos desganados.  
Constato  el contraste entre dos modelos de educación: el de una generación que nació sin derechos y con hambre de todo, y el de otra que a veces parece que haya nacido sin obligaciones y hastiados de todo. Y surge la duda de si lo que atribuimos a la juventud va de veras con la edad o con cómo nos enseñaron a mirar la vida.
 Llego inevitablemente a la conclusión de que he tenido la suerte de impartir clases a jóvenes de  setenta años y  ahora lo hago a ancianos de dieciocho y  recuerdo con nostalgia a mis jóvenes casi octogenarios que, pese a sus muchas ocupaciones, se incorporaban al aula cada tarde con puntualidad y demostraban vigor e interés por adquirir conocimientos de un nuevo idioma, conscientes de que debían ser pacientes, constantes y perseverantes y aunque algunos de ellos lo flipaba mucho alegando que había empezado a estudiar inglés a los 70 años con el ambicioso objetivo de poder leer a Shakespeare en versión original, me producían ternura y me contagiaban su entusiasmo y sus ganas de comerse el mundo. Aún esperaban que se hicieran realidad sus deseos, emprender viajes y realizar nuevas actividades.
 La ley del péndulo nos obliga quizás a ir de un extremo al otro sin puntos intermedios. Si mis mayores me llamaban de usted y me obligaban a tutearlos a ellos, mis jóvenes me tutean y me tratan como a uno más de la pandilla del barrio, sin ser capaces de cambiar de registro idiomático cuando estamos en clase, y a pesar de que yo siempre me dirija a ellos con el pronombre personal de cortesía.
 Los ancianos de dieciocho años de este año llegan a clase con retraso o no aparecen por el instituto la mitad de las tardes, arrastran sus pies, como si el paso de sus escasas primaveras hubiese ya restado fuerzas a su cuerpo, y bostezan o miran el móvil por  debajo del pupitre, dejando ver su cansancio o su falta de motivación.

Estas y otras actitudes que observo en el aula, un espacio que refleja la sociedad en la que vivo, me permiten constatar que juventud y ancianidad son términos relativos.

lunes, 12 de diciembre de 2016

GOLPES DE BUENA Y MALA SUERTE.


No lo digo yo, lo dicen los matemáticos: la probabilidad de que  a usted le toque la lotería de Navidad es de una entre cien mil suponiendo que compre un boleto. Comprando más números, las posibilidades aumentan, pero el crecimiento de la posibilidad de resultar ganador es más lento que le inversión que requiere, es muy caro comprar la suerte.
Para colmo de males, basándonos en estadísticas actuales de seguridad vial, es más probable que le atropellen a que le toque la lotería. Mientras leía esta información en el periódico esta mañana, se me ocurrió una clasificación de tipos de personas:
Por una parte, están aquellas que piensan que a pesar de las pocas posibilidades, algún día les va a tocar la lotería. En este grupo entraría mi madre, que me amenaza a diario con largarse a un asilo de cinco estrellas cuando le toque la lotería.
-         Pedirás parte a las vecinas y me buscarás desesperado como Marco, pero lo único que te dirán de mí será que me largué en un taxi con lo puesto y no respondí cuando me preguntaron adónde.

O supedita cualquier acontecimiento a los números de la primitiva.
-         La próxima vez que vengas a verme no sé si me pillarás aquí.
-         ¿Pero por qué no, mamá?
-         Me va a tocar la lotería y habré picado billete.

En el otro grupo están las que piensan que tienen "la negra" y “se curan en salud”. A este grupo pertenecería una antigua alumna de la que fui tutor hace tiempo. El día que unos enfermeros vinieron a clase a dar una charla sobre métodos anticonceptivos y de prevención de las ETS, comentó a toda  la clase que a pesar del bajo riesgo de embarazo tomando la píldora y usando condón al mismo tiempo, insistió en si no sería mejor poner los condones dobles.
-         Con la mala suerte que tengo, seguro que preño- se quejaba en voz alta frente al resto de compañeros.
La azarosa diosa fortuna es imprevisible. De hecho, la rutina es una ilusión mental. En cualquier momento nos cambia la suerte para bien o para mal y nos quedamos con cara de panoli.
El factor sorpresa y el “nunca se sabe” siempre están volando alrededor de nuestros planes. La vida es muy larga y da muchas vueltas, tantas, que a veces uno se marea y no da crédito a lo que acontece el día que menos esperábamos.



jueves, 6 de octubre de 2016

DECISIONES

Cuando el miedo se apodera de ti, estás perdido.
No es necesario que sea un pavor intenso, basta solo con que se trate de una ligera sensación de incomodidad a la altura del pecho o simplemente una duda con respecto a tu futuro tras un cambio.

Ese miedo moderado sostiene edificios defectuosos con el consiguiente peligro de derrumbe inminente.

El “más vale pájaro en mano”, el “¿dónde voy yo ahora?”, el “más vale malo conocido” es el eje vertebrador de la inmensa mayoría de edificaciones.

La imaginación está hecha de saltos al vacío, de simulacros de asesinato y de suicidios fingidos, de rupturas radicales con el pasado que nunca se producen.
La inmensa mayoría no somos más que cobardes con arrebatos de temeridad, conformistas travestidos de rebeldes.

 A pesar de todo, en toda existencia acontecen momentos epifánicos en los que una revelación o la comprensión verdadera de una realidad nos cambia la óptica de la vida. El día que aprendí que es imposible saber si las decisiones que hoy tomas son buenas hasta que no se vean las consecuencias de haber tomado dicha decisión, me hice un poco menos miedoso y logré desvincularme de “Ysilandia” (¿Y si hubiese elegido la otra opción?)
No podemos empecinarnos en seguir el rastro fantasma de lo que pudo haber sido si hubiésemos optado por algo que decidimos refutar.

Otra gran revelación que me ayudó a descargarme de comeduras de cabeza fue el comprobar que el factor suerte juega un papel determinante en la mayoría de las decisiones importantes que tomamos. Me da rabia todo el tiempo perdido intentando pulir mi faceta de estratega, como si uno pudiera ejercer un control férreo sobre el azar caprichoso.

No podemos anquilosarnos en el continuismo de lo que nos parece mejorable, pero tampoco podemos huir de nosotros mismos. Tenemos la suerte o la desgracia de ser nuestra más fiel compañía desde la cuna al ataúd. Es imposible divorciarse de uno mismo.

A la hora de tomar una decisión, hay que intentar evaluar las posibles consecuencias y sopesar los pros y los contras; pero nunca podremos adivinar el futuro. Nadie puede vaticinar nada, a pesar de que el mundo está lleno de supuestos profetas que a toro pasado te recuerdan que te advirtieron de que te estabas equivocando.

A todos estos visionarios les dedico esta entrada y les recuerdo que nunca sabremos de qué peor suerte nos libró la mala suerte.

martes, 4 de octubre de 2016

LA RATA CON CALVAS Y OJOS AMARILLOS

Sócrates pensaba que obrar mal era sinónimo de ignorancia porque el que conocía de verdad la virtud la elegía siempre. Defendía el intelectualismo moral hasta el punto de insistir en que el que obra mal no es consciente de ello porque de lo contrario no actuaría de esa forma.

Yo lamento ser un poco menos optimista y estoy convencido de que ser consciente de que algo hace daño a un tercero no te impide llevarlo a cabo.

Se trata de algo así como el rancio: “¿Adónde vas, Andrés? A mi propio interés” del refrán. Y si para conseguir lo que quiero es necesario pisotear un poquito o mucho a alguien, que se fastidie, ¡que no hubiera nacido! El ser humano es capaz de pasarse la máxima de la ética kantiana de no tratar a las personas como medios sino como fines en sí por el arco del triunfo con demasiada facilidad.

Hoy quiero centrarme en esas faltas de consideración con el prójimo, el dejarse invadir por el egoísmo aún siendo consciente del posible perjuicio a los demás. El “si hubiera sido él/ella, seguro que no hubiese pensado en mí” que justifica cualquier falta de civismo, solidaridad o respeto. El bicho con forma de rata con calvas y ojos amarillos que todo ser humano lleva dentro de una manera u otra. Lo que nos aparta de los demás y nos atrapa dentro de nosotros mismos convirtiéndonos en cíclopes de garras afiladas. Lo que nos aleja de nuestra candidez infantil conduciéndonos a la adultez bien curtida.

Esa rata sale de su alcantarilla y es capaz de mantener la mirada a su víctima.


Esa rata, a veces no está encerrada en el ser humano, a veces es el propio ser humano.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

OPTIMISMO DESMESURADO

Si está para ti, nadie te lo va a quitar. Ya te llegará.
¿Quién puede creerse semejante afirmación tan naíf y simplista?

Túmbate en la cama y entra en modo ahorro de energía que nadie te va a arrebatar lo que te pertenezca por destino.

¿Quién no ha dicho alguna vez algo parecido? Me molesta el buenrollismo cuando se vuelve dogmático y se convierte en un lugar común.
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Deja que todo fluya naturalmente y tus proyectos irán sobre ruedas. Si te concentras y deseas de verdad algo, si realmente eres capaz de visualizarte consiguiéndolo, el mundo acabará por otorgártelo.

En serio, hay quien escribe libros que se convierten en bestsellers desarrollando esta tesis. ¿Cómo es que seguimos aún echando mano a este tipo de “ultraoptimismo” en muchas ocasiones?

El pesimismo (ser consciente y prestar atención a lo “pésimo”) se ha convertido en un tabú prácticamente en un mundo bombardeado por sonrisas perfectas.

Estoy de acuerdo en que el mal rollo y el pesimismo son dos enemigos a combatir como fuente de infelicidad. Pero de ahí a pasar al extremo contrario y pensar que existen los osos amorosos de los dibujos animados hay un trecho.

Un término medio, que diría Aristóteles. No visualicemos la vida como un valle de lágrimas pero tampoco como un lugar plagado de bondad y proyectos que con esfuerzo y constancia siempre llegan a buen término. 

Las peores personas que he conocido son aquellas que se sienten injustamente despojadas de algo por lo que lucharon y que la vida no les concedió.

¿Tan difícil es aceptar que hay veces en las que aún luchando y con la actitud adecuada, no conseguiremos ese objetivo que creemos nos pertenece por decreto?